Detener el tiempo

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Detener el tiempo
Es posible detener el tiempo

Detener el tiempo

Cuando Julio tenía treinta y cinco años, hizo una foto en una de las calles principales de Zaragoza en la que aparecía un reloj antiguo en color sobre un fondo blanco y negro en la marquesina de entrada de una vieja cafetería. A partir de ese día decidió que tenía que hacer algo con los relojes o quizás con el tiempo, jugarle una batalla, tentarlo, así como lo había hecho él, el resto de sus días, con todo el mundo. Su objetivo no era otro que vivirlo al máximo, saborearlo, cada hora, cada minuto, cada segundo; detenerlo.

Sabía que la misión era compleja, que no podía ver cómo se movían las manetas del reloj sin hacer nada. No sabía qué era lo que tenía que hacer, si construir una máquina que lo detuviera y así estar seguro de ello o bien idear alguna estrategia para vivir todos los instantes al máximo.

Como no sabía construir nada con las manos, pensó que la segunda de las opciones era la mejor. Tenía que ser capaz de idear una estrategia que le permitiese vivir todos los segundos de cada hora como si fuesen los últimos de su vida. Para ello sabía que tenía que estar lo más despejado posible y que tenía que planificarlo bien, muy bien.

Así, Julio decidió que la mejor manera de comenzar era tomarse un café, sentado en la mesa del bar al que acudía todos los días por la mañana. Como sabía de la gravedad del asunto, le pidió a la camarera un café bien cargado y se sentó en la última mesa del fondo, al lado de la galería acristalada.

Se tomó su tiempo; dejó el café con cuidado en la mesa, se quitó en forro polar, lo colocó con mimo sobre el respaldo de la silla y se sentó. Entonces centró  su mirada en el café tan cargado que tenía delante de él. Abrió despacio el azucarillo y lo vertió con mucho cuidado. Después cogió la cucharilla y lo revolvió. Estaba todo listo, podía comenzar. Dió el primer sorbo, luego el segundo, y a continuación acabó con todo el café. Después, tranquilo, levantó la vista y miró por el cristal hacia la calle esperando algo distinto. Pero todo seguía igual.

Al día siguiente volvió al lugar de la foto. El reloj estaba situado encima de la puerta de una gran marquesina de la vieja cafetería centenaria. Miró de nuevo la hora del reloj, eran las diez menos cuarto; entró.

Era allí, seguro que era allí. Estaba seguro de que en esa cafetería lo podría conseguir, que era allí donde se detenía el tiempo.  Dejó la mochila en una silla, sacó los auriculares, los conectó al móvil, buscó una canción,“Roots bloody roots” de Sepultura y se acercó a la barra para hablar con el camarero.

-¡Eh oiga- le dijo. -¿Puede ponerme un café bien cargado?- le dijo al tiempo que volvía a ponerse los auriculares en las orejas.

El camarero era un tipo vestido de negro, seguramente con el uniforme de la cafetería. Tenía el rostro serio y cara de pocos amigos y a Julio, su cara le recordó la de John Wayne en El Hombre Tranquilo una vez que el protagonista vuelve a Innisfree. Pero eso a Julio no le importó, solo necesitaba saber si era en ese lugar en el que se detenía el tiempo. Tenía que saberlo ya, por lo que la mejor manera de saberlo era preguntándoselo.

Cuando el camarero le trajo el café, Julio le pagó y aprovechó para preguntarle.

-Sígame- le dijo el camarero sin más dilación como si ya le estuviera esperando.

De repente pasaron por un oscuro túnel hasta una sala gris en la trastienda del bar. En ella había un sillón como los de peluquería, negro, regulable en altura cómodo y confortable. También a un lado estaba una réplica exacta del reloj que estaba en la marquesina de la calle. El reloj era tan grande y pesado como el de afuera y visto desde cerca todavía parecía más grande e impresionante.

-¿Tiene miedo?, le preguntó el camarero.

-Solo aquí se puede detener el tiempo. Además puede dejar de darle cuerda al reloj y así éste no avanzará y logrará pararlo, pero eso es una manera falsa de detener el tiempo. Debe de sentarse en el sillón y esperar. Si quiere, para que todo vaya mejor le puedo amarrar las manos con las correas-.

Julio se sentó y el camarero le puso un casco en la cabeza. Un fuerte pinchazo le destrozó la nuca y un fuerte dolor le invadió durante diez segundos la cabeza.

-Ya está todo listo- afirmó el camarero con cara de John Wayne en Cong. -¿Conoce la realidad aumentada? se trata de hologramas que vana a ir apareciendo delante de sus ojos. En realidad son imágenes falsas pero todas ellas corresponden a cosas suyas, de su vida, de momentos pasados, de sensaciones, de emociones, de sentimientos. Después de esta sesión nada volverá a ser igual. Comprenderá que sí que puede ganarle todo el tiempo al tiempo; se lo aseguro-.

Un cúmulo de imágenes inconexas pasaron de repente por delante de sus ojos y Julio poco acostumbrado trató de cogerlas con la mano.

Un hayedo, un camino en la ladera del monte, un río al lado del camino, el viento suave. Julio sentía que iba corriendo por él, como le gustaba hacer a menudo. En el monte se sentía libre del todo. El viento soplaba leve, suave, fresco. Al lado de él iban su mujer, su hijo y también sus amigos.  Miró la cara de su hijo y lo vio feliz. Julio entraba y salía, iba y volvía. Todos sonreían, todos los que aparecían en los hologramas eran caras conocidas. De repente el reloj de la pared comenzó a detenerse, a ir más lento. Julio lo miraba de reojo. Era como si la maneta de los segundos fuera cada vez más despacio y estuviera a punto de detenerse, de pararse.

Asfalto. Julio seguía corriendo. Miedo. Unos hombres vestidos con trajes oscuros le perseguían a él y a todos los que andaban por esa gran calle de una gran ciudad. Gritaban por un megáfono que todo el mundo se detuviese. Los colores de la ciudad se iban diluyendo, las paredes, las aceras, los autobuses, los rostros de la gente que corría al lado de Julio iban perdiendo el color por completo y entonces sus miradas se volvían tristes y torvas. Julio volvió la vista hacia el reloj y vio que el segundero corría endiabladamente, y a su ritmo también el minutero y detrás de ellos la aguja de las horas. Se miró a sí mismo, como si tuviera un espejo delante de él y se vio envejecer rápido, solo, acostado sobre una cama de pinchos a los que ya se había acostumbrado y vió como también todo iba perdiendo el color. Volvió a mirar el reloj y vió que habían pasado más de cinco horas. El tiempo no se había detenido sino que volaba, además en su contra.

De repente sintió sudores fríos, estaba tiritando. Hielo, había hielo por todos los lados, nieve. Estaba dentro de un iglú. Por su pequeña portezuela entraban unos hombres armados vestidos con monos blancos que ni siquiera lo miraron. Detrás de ellos entró una mujer hermosa, muy hermosa. Estaba seguro de que a pesar de todo, ésta encarnaba el mal. Consigo traían a algunos de sus amigos a los que habían capturado en el sendero, a su mujer y a su hijo.

De repente un golpe, otro golpe, un disparo, otro, el techo del iglú cae sobre su cabeza, se desploma en el suelo. No puede respirar, se ahoga, como si tuviera una bolsa de plástico sobre su cabeza. De repente ya no es él, tiene diez años, está sentado en la cama, no es su casa, la habitación es más grande, hay más niños desnutridos a su lado, quizás es el viejo internado en el que estuvo de pequeño. Siente la misma asfixia, con una bolsa de plástico sobre su cabeza, peor incluso que la que acababa de sentir dentro del iglú. Voces al lado suyo jaleando los segundos sin respiración, contando las eternas pulsaciones sin aire, hacia la muerte. Un tipo con el rostro rasgado le coge por el pecho y lo levanta en el aire.  Sudores fríos, la cabeza va muy despacio, hay muy poco oxígeno, clase de ciencias naturales, aquella delgada chica de los ojos azules, su mirada, vuelta a la vida, la vista, el cielo azul, el griterío de los niños de la habitación de la residencia, un trago de agua, el sonido del último tren que pasa, la estación está cerca; se apaga la luz siempre a las diez en la residencia.  Se miró a sí mismo en un espejo y a pesar de tener 10 años tenía el pelo canoso y un rostro envejecido. El reloj había corrido en su contra, corría endiabladamente deprisa. De repente sintió cómo se bajaba del sillón de peluquería e intentaba parar las manetas del minutero y del segundero, tirando de ellas, a la fuerza. Sabía que le quedaba poco, se estaba muriendo. Pero también recordó las palabras del camarero al respecto, de lo inútil de parar el tiempo así, de manera forzada, intentando no darle cuerda al reloj o deteniendo sus saetas.

Entonces se serenó y pensó que así no iba a ir muy lejos, que tenía que esforzarse porque vinieran los mejores momentos. De nuevo se sienta y siente un fuerte pinchazo en la nuca, todo se vuelve opaco, muy opaco, la vista se nubla, la cabeza se cae, todo cesa. De repente, hologramas con  imágenes de niños que corren todos juntos, se escapan, se esconden, uno la paga, emoción, amigos, infancia, el polvo de las calles del pueblo en las zapatillas, es de noche, todos corren, deprisa. Sudor, bicicletas de colores color crema. Ahora es la fiesta y todo huele bien, suena la música y la emoción. El corazón está a ciento ochenta pulsaciones, están llegando a la cima de la Mesa de los Tres Reyes. Siente cómo ha subido con sus amigos de siempre, con los que se  puede caer y lo recogerán y llegan y se abrazan y almuerzan y toman muchas  fotos. El cielo es azul, fresco, descienden. Recuerda a su mujer, está preciosa, es morena, están de vuelta del Ibón, han hecho un gran esfuerzo. Se enamoraron de un flechazo, de esos que ocurren a veces y su amor se ha ido haciendo grande, cada vez más grande. De repente le dicen que puede abrir los ojos. Allí delante está él, llora, todavía está manchado con los líquidos de la placenta. Su cara es preciosa. El bebé mira a Julio durante un segundo y luego gira su cara hacia el pecho de su madre, de un modo instintivo, automático. Ella lo mira todavía incrédula, orgullosa, sudada, después del gran esfuerzo. Emocionada llora, lloran emocionados, todos, los tres.

Ahora Julio sale de la habitación oscura, mira el reloj, está detenido; se ha parado. Sale por estrecho pasillo hasta el bar y se despide del camarero que está muy ocupado con unos clientes.  Antes de salir, a lo lejos, oye una voz que le grita. Julio se vuelve hacia el camarero para ver de dónde viene la voz y ve que esta girado cobrando una comanda de refrescos al tiempo que observa un círculo redondo sin pelo en su nuca. Éste le grita desde lejos “¿lo ha entendido ahora?”

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